Lea la homilía del papa Francisco por la festividad de la Imposición del nombre de Jesús en la Iglesia de Gesù, en Roma.

«San Pablo nos dice, lo hemos oído: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” (Fil 2, 5-7). Nosotros, los jesuitas, queremos ser distinguidos con el nombre de Jesús, militar bajo la bandera de su Cruz, y esto significa: tener los mismos sentimientos de Cristo. Significa pensar como Él, querer como Él, ver como Él, caminar como Él. Significa hacer lo que Él hizo y con los mismos sentimientos de su Corazón.

El corazón de Cristo es el corazón de un Dios que, por amor, se ha “vaciado”. Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús debería estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Somos llamados a este abajamiento: ser personas “vaciadas”. Ser hombres que no deben vivir centrados en sí mismo porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Por esto, ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando al horizonte que es la gloria de Dios cada vez mayo, que nos sorprende sin parar. Y esta es la inquietud de nuestra vorágine. ¡Esta santa y bella inquietud! 

Pero, porque somos pecadores, podemos preguntarnos si nuestro corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o si en cambio se ha atrofiado; si nuestro corazón está siempre en tensión: un corazón que no se adapta, no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que realizar junto a todo el pueblo fiel de Dios. Hay que buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo ahora y siempre. Solo esta inquietud da paz al corazón de un jesuita, una inquietud también apostólica, no debemos cansarnos de anunciar el kerygma, de evangelizar con valor. Es la inquietud que nos prepara a recibir el don de la fecundidad apostólica. Sin inquietud somos estériles.

Esta es la inquietud que tenía Pedro Fabro, hombre de grandes deseos, otro Daniel. Fabro era un “hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de estrechar relaciones de amistad con personas de todo tipo” (Benedicto XVI, Discurso a los jesuitas, 22 abril 2006). Sin embargo, era también un espíritu inquieto, indeciso, nunca satisfecho. Bajo la guía de san Ignacio aprendió a unir su sensibilidad irrequieta pero también dulce, diría exquisita, con la capacidad de tomar decisiones. Era un hombre de grandes deseos; se hizo cargo de sus deseos, los reconoció. Al contrario, para Fabro, es precisamente cuando se proponen cosas difíciles cuando se manifiesta el verdadero espíritu que mueve a la acción (cfr Memorial, 301). Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Esta es la pregunta que debemos plantearnos: ¿tenemos también nosotros grandes visiones y empuje? ¿Somos también nosotros audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora (cfr Sal 69,10)? ¿O más bien somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio?

Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no habita en ella misma ni en su capacidad organizativa, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y esta agua agitan nuestros deseos y los deseos ensanchan el corazón. Es lo que dice san Agustín: rezar para desear y desear para ensanchar el corazón. Precisamente en los deseos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ninguna parte y por esto hay que ofrecer los propios deseos al Señor. En las Constituciones se dice que “se ayuda al prójimo con los deseos presentados a Dios nuestro Señor” (Constituciones, 638).

Fabro tenía el verdadero y profundo deseo de “ser dilatado en Dios”: estaba completamente centrado en Dios, y por esto podía ir, en espíritu de obediencia, a menudo incluso a pie, a cualquier lugar de Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio. Me pongo a pensar en la tentación, que quizás podemos tener y que muchos tienen, de unir el anuncio del Evangelio con bastonazos inquisidores, de condena. No, el Evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor. Su familiaridad con Dios le llevaba a entender que la experiencia interior y la vida apostólica van siempre juntas. Escribe en su memorial que el primer movimiento del corazón debe ser el de “desear lo que es esencial y original, es decir, que el primer lugar se deje a la soledad perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor” (Memorial, 63). Fabro prueba el deseo de “dejar que Cristo ocupe el centro del corazón” (Memorial, 68). ¡Solo si se está centrado en Dios es posible ir a las periferias del mundo! Y Fabro viajó sin parar también a las fronteras geográficas, tanto que se decía de él: “parece que haya nacido para no estar quieto en ningún sitio” (MI, Epistolae I, 362). Fabro estaba devorado por el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo, entonces necesitamos detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: esa fascinación del Señor que llevaba a Pedro a todas estas “locuras” apostólicas.

Nosotros somos hombres en tensión, somos también hombres contradictorios e incoherentes, pecadores todos. Pero hombres que quieren caminar bajo la mirada de Jesús. Nosotros somos pequeños, somos pecadores, pero queremos militar bajo la bandera de la Cruz en la Compañía marcada con el nombre de Jesús. Nosotros que somos egoístas, queremos sin embargo vivir una vida agitada por grandes deseos. Renovemos entonces nuestra oblación al Eterno Señor del universo para que con la ayuda de su Madre gloriosa podemos querer, desear y vivir los sentimientos de Cristo que se vació de si mismo. Como escribía san Pedro Fabro, “no busquemos nunca en esta vida un nombre que no se una al de Jesús” (Memorial, 205). Y recemos a la Virgen que nos ponga junto a su Hijo.»