Homilía pronunciada por el P. Provincial Juan Carlos Morante SJ en la Eucaristía por la Fiesta de San Ignacio de Loyola (31 de julio), que se celebró en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima (Miraflores, Lima), presidida por el Cardenal Pedro Barreto SJ.

Queridas hermanas y hermanos, compañeras y compañeros en la misión.

Nos hemos reunido esta noche para agradecer una vez más a nuestro buen Dios por el impulso misionero y la herencia espiritual de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Agradecer por los ejercicios espirituales que tanto bien han hecho y siguen haciendo en la Iglesia y en la vida de las personas. Agradecer el peregrinar de Ignacio por habernos ayudado a buscar y hallar al Dios siempre mayor, que nos ama infinitamente y nos envía a testimoniar su amor a todos nuestros hermanos y, en especial, a los pobres y a los descartados de este mundo. Agradecer, en fin, por tanto bien y tan inmerecidamente recibido en el deseo de servir solo al Señor y a su esposa la Iglesia, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra.

El texto del Deuteronomio que acabamos de escuchar presenta al pueblo de Israel en el momento en que se dispone a entrar en la tierra prometida. Después de cuarenta largos años de caminar por el desierto, Israel se apresta a ver cumplida la promesa de Dios en la posesión de la tierra. En ese preciso momento Dios le plantea al pueblo una elección radical y decisiva para el futuro que va a iniciar: “Pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha… Elige la vida y vivirás tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a él, porque de ello depende tu vida y tus largos años en la tierra que había prometido dar a tus padres…”. ¡Elige, opta, decide! Ése es el camino de la fe, una opción, una elección, una decisión que hemos de hacer libre y radicalmente delante de Dios y delante de los hermanos.

En febrero del presente año, el P. Arturo Sosa, Superior General de la Compañía de Jesús, promulgó las Preferencias Apostólicas Universales para toda la Compañía con la intención de que ellas nos guíen, en los próximos diez años, en la tarea de encarnar, en todos nuestros ministerios apostólicos, la misión de reconciliación y justicia a la que, junto con otros, hemos sido enviados. El P. Sosa inicia su carta de promulgación diciendo que las Preferencias Apostólicas Universales “son el fruto de una elección” a la que se ha llegado “buscando hacer aquello que sea de mayor servicio divino y bien universal”. Es decir, la Compañía entera, al igual que el antiguo Israel, se ha sentido interpelada por Dios para iniciar una nueva etapa de su vida y ha tenido que elegir, que optar y decidir sobre el modo como quiere plasmar este nuevo encuentro con el Reino prometido del Padre. Los jesuitas, y todo el cuerpo apostólico de colaboradores en la misión, nos sentimos impulsados por el espíritu para emprender un nuevo peregrinaje, a semejanza del que hicieron Ignacio y sus compañeros, en búsqueda de la voluntad de Dios para esta humanidad anhelante de nuevos sentidos y de una convivencia más reconciliada y más armónica.

Las Preferencias han sido confirmadas por el Papa Francisco y esa confirmación les da un sentido de envío del Santo Padre a la Compañía en su servicio a la Iglesia. Ese fue también el sueño de Ignacio para sí mismo y para toda la Compañía: ser enviados por el Vicario de Cristo adonde él más nos necesite. Seguramente muchos de ustedes ya conocen cuáles son estas cuatro preferencias. La primera: mostrar el camino hacia Dios mediante los EE y el discernimiento; la segunda: caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia. La tercera: acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador y la cuarta: colaborar en el cuidado de la casa común. El Papa Francisco decía en su carta de confirmación que “la primera preferencia es capital porque supone como condición de base el trato del jesuita con el Señor, la vida personal y comunitaria de oración y discernimiento”. Añade: “Sin esta actitud orante lo otro no funciona”. Quisiera meditar brevemente con ustedes sobre esta primera preferencia.

Mostrar el camino hacia Dios mediante los EE y el discernimiento. ¿Quién es ese Dios cuyo camino queremos volver a mostrar? ¿Cómo encontrar ese camino hacia Él? El Evangelio nos indica la pista que nos puede ayudar. Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién soy yo?”. ¿Qué dice la gente y sobre todo qué dicen ustedes sobre mí? La pregunta puede parecer demasiado obvia, incluso banal. Si tú eres Jesús, el de Nazaret, el carpintero, el hijo de María y de José. Pero Jesús no pregunta por eso, quiere ir más al fondo. La gente dice que eres un profeta, como Elías, como Juan Bautista o como algún otro profeta antiguo. Hay quienes dicen que un nuevo profeta ha visitado a su pueblo, como en otros tiempos. Pero esa respuesta tampoco es suficiente para Jesús. ¿Quién soy yo en verdad para ustedes? ¿Qué dicen ustedes realmente de mí? Y Pedro responde: “Tú eres el Cristo de Dios”, Tú eres el Ungido de Dios, el Mesías prometido y a quien todos esperábamos.

La respuesta de Pedro, ciertamente, no es nada obvia ni nada sencilla de entender. ¿Tú, el de Nazaret, el carpintero, el vecino del pueblo; tú eres el Cristo de Dios? Y es que en efecto, lo primero que el evangelio nos muestra abiertamente es que el camino hacia Dios pasa necesariamente por el camino hacia la criatura humana. El acceso a Dios pasa inevitablemente por el encuentro con el hermano y con la creación. Si queremos mostrar el camino hacia Dios debemos volver a mostrar el camino hacia los hermanos y hacerlo en su propia realidad, en sus propios desafíos, anhelos, incertidumbres, luchas, logros. Ya decía San Juan Pablo II en su primera encíclica que para la Iglesia, el hombre, el ser humano, la humanidad es el camino para encontrar a Dios. La Compañía es llamada a mostrar el camino hacia Dios y ese camino no es otro que el de la humanidad entera. Y en ese sentido, las otras tres preferencias nos llevan precisamente al encuentro con los pobres, con los jóvenes y con la casa común para descubrir en ellos los nuevos caminos de la historia humana por los que Dios nos sale al encuentro.

Pero el Evangelio no dice solo que Jesús de Nazaret es el Mesías, el Ungido de Dios. Dice algo más sorprendente todavía. Dice que el camino de salvación que trae ese Mesías es un camino de persecución y de cruz, de muerte y de resurrección. El Mesías salvador es un Mesías crucificado; un Mesías que carga con el sufrimiento de sus hermanos y cargando con ellos abre un camino nuevo de esperanza y de vida plena. Entonces, el camino hacia Dios se hace más preciso todavía; no es solo el ser humano, la humanidad en abstracto, es el ser humano caído, sufriente, pecador, desfigurado, ese hombre concreto, frágil y anhelante, es el verdadero camino hacia Dios. En el rostro del pobre, del descartado, del migrante es donde se nos ofrece la posibilidad de descubrir nuevamente el rostro encarnado de Dios. Por eso, mostrar el camino hacia Dios implica necesariamente lo que proclama el Concilio Vaticano II: hacer nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren (GS, 1). Y el Papa Francisco, en Laudato Si, añade: “entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que gime y sufre dolores de parto” (LS, 2).

Este año también, la Compañía ha iniciado el proceso de canonización del P. Pedro Arrupe. Y en nuestra Provincia venimos promoviendo las causas de beatificación de los venerables jesuitas P. Alonso de Barzana y Francisco del Castillo. Tres ejemplos y tres testimonios de hombres apasionados por Jesucristo, que supieron mostrar el camino hacia Dios en los tiempos y lugares en los que les tocó vivir. Pedro Arrupe fue insigne misionero en Japón y luego fue elegido vigésimo octavo Superior General de la Compañía de Jesús, inmediatamente después del Concilio Vaticano II. Un auténtico profeta y testigo del evangelio en la segunda mitad del siglo XX, que ayudó a la Compañía y a la Iglesia a descubrir el rostro de Dios en la lucha de los pobres y excluidos del mundo por una mayor justicia. Alonso de Barzana infatigable misionero de la primera Compañía entre los pueblos originarios de Perú, Bolivia, Argentina y Paraguay, quien al final de su vida podía decir con gran consuelo: “Vine con deseo de España de tornarme indio, y he salido con ello”. Y Francisco del Castillo, conocido como el Apóstol de Lima, apasionado defensor de esclavos negros y de indios, para quienes ayudó a fundar los hospitales de San Bartolomé y de San Lázaro. Pero sobre todo, se distinguió por su predicación dominical en el barrio de San Lázaro, en la periferia de Lima, donde se encontraba el mercado del Baratillo, al que acudían negros e indios, los más pobres de la ciudad.

Tres apóstoles, tres testigos, tres hombres apasionados que aún hoy siguen siendo fuente de inspiración para una humanidad que busca por caminos tan diversos, y muchas veces contrapuestos, la fuente de su verdadera alegría y el logro de una vida plenamente reconciliada y en paz.

Pidamos a María, nuestra Madre; pidamos a aquella a quien Ignacio rogaba insistentemente que le pusiera con su Hijo; que también ahora ayude a la Compañía y a todos nosotros a descubrir el camino para llegar a Jesús, el camino que nos lleve a un nuevo encuentro con el Hijo y con los hermanos.

P. Juan Carlos Morante Buchhammer, SJ