“Si pudiese no ganar nada y ganar ese título contra el prejuicio, yo cambiaría todos mis títulos por una igualdad en todos los lugares, todas las áreas y todas las clases”. Esa fue la respuesta del jugador brasileño Tinga, volante del Cruzeiro, ante los gritos racistas que recibió en el estadio de Huancayo proferidos por un grupo de asistentes al partido contra el Real Garcilaso por la Copa Libertadores. El resultado de ese partido ha pasado desapercibido luego del bochornoso espectáculo. En cambio, la frase de Tinga y su actitud ante la ofensa pública recibida ha sido objeto de encomio y fue escogida por varias publicaciones como “la frase de la semana”.
Un espacio tan cotidiano como un estadio de futbol ha sido escenario de dos actitudes radicalmente diferentes ante el simple hecho de vivir juntos: de una parte, la discriminación, la violencia verbal, la intolerancia; de otra, la primacía de la igualdad de todos los seres humanos, independientemente de su color, clase social o lugar de procedencia. El jugador brasileño ha dado una clase de ética a quienes, escondiéndose en el anonimato, han pretendido humillarlo. Tinga ha representado en este caso los valores éticos que dignifican a las personas, haciéndonos a todos crecer en humanidad; por el contrario, con sus gritos animales, sus pretendidos ofensores se han deshumanizado y han evidenciado lo peor de nosotros mismos.
Este acontecimiento nos ha mostrado también que el espacio primero de la ética no es el aula de clase. Es la vida social. Es allí donde ella muestra su pertinencia y utilidad. En realidad, la ética se vuelve relevante en la medida en que logra colocar en primer plano de la vida social la aplicación de aquellos valores en los que hemos sido formados en la familia, en la escuela, en la sociedad. La reflexión ética viene después: nos ayuda a fundamentar esos valores.
Por ello, si queremos saber cómo andamos en ética, basta ver nuestros modos de convivencia. No sólo en los estadios. Otros espacios son también significativos: el tránsito limeño, los controles racistas en las discotecas, las sogas que en las playas dividen espacios sociales, la generalización de la violencia contra las poblaciones vulnerables (mujer, niños, adolescentes, migrantes), el uso del parque o de la calle como basurero, los casos constantes de corrupción en las instituciones políticas y sociales… son solo algunos botones de muestra.
Hemos desterrado la ética a la periferia de la vida social. Como dice Francisco en la Evangelii Gaudium: “La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona” (n. 57). Ese desprecio no es, pues, neutral: la exaltación de los intereses particulares prefiere dejarla de lado o, si no hay más remedio que tolerarla, la restringe al ámbito de lo privado.
Para vivir bien, para avanzar en un desarrollo sostenible, no es suficiente un 5% de crecimiento anual, especialmente si éste está mal distribuido. La calidad de una sociedad se muestra en la capacidad de transformar en sentido común, en vida cotidiana, aquellos valores éticos que permiten una convivencia democrática, justa y equitativa en todos los espacios que constituyen la vida social. Esta tarea es, sin duda, de la familia y de la escuela. Pero no solo. Es también de las instituciones sociales y políticas que tienen la responsabilidad de liderar la sociedad también en este aspecto. La ética es un componente indispensable en el objetivo común de construir una sociedad sostenible.
La tarea urgente -jugando con el título de esta columna- es colocar en el “centro” lo que, en el sentido común nacional y en la práctica social habitual, ha pasado a ser periférico. La construcción de una sociedad sostenible pasa por esa convicción. Personas como Tinga nos muestran el camino.
Texto publicado en la edición on line del Diario La República.
Ernesto Cavassa, SJ
Director de investigación e incidencia. Universidad Antonio Ruiz de Montoya