El Evangelio de la transfiguración que acabamos de escuchar relata cuatro acciones de Jesús. Será bueno fijarnos en lo que hace el Señor, para encontrar en sus gestos las indicaciones para nuestro camino.
El primer verbo es tomar consigo. Dice el texto que Jesús «tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan» (Lc 9,28). Es Él quien tomó a los discípulos, y es Él quien nos ha tomado junto a sí. Nos ha amado, nos ha elegido y nos ha llamado. En el origen está el misterio de una gracia, de una elección. Ante todo, no hemos sido nosotros quienes tomamos una decisión, sino que fue Él quien nos llamó, sin ningún mérito de nuestra parte. Antes de ser aquellos que han hecho de su vida una ofrenda, somos quienes han recibido un regalo gratuito. Hermanos, nuestro camino tiene que empezar cada día desde aquí, desde la gracia original. Jesús ha hecho con nosotros lo mismo que con Pedro, Santiago y Juan: nos llamó por nuestro nombre y nos tomó con él. ¿Para llevarnos a dónde? A su monte santo, donde ya desde ahora nos ve para siempre con Él, transfigurados por su amor. Ahí es donde nos lleva la gracia. Por eso, cuando experimentemos amargura y decepción, cuando nos sintamos menospreciados o incomprendidos, no caigamos en quejas y nostalgias. Son tentaciones que paralizan el camino, senderos que no llevan a ninguna parte. En cambio, a partir de la gracia, tomemos nuestra vida en nuestras manos. Y acojamos el regalo de vivir cada día como un tramo de camino hacia la meta.
Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan. El Señor toma a los discípulos juntos, los toma como comunidad. Nuestra llamada está arraigada en la comunión. Para empezar cada día, además del misterio de nuestra elección, necesitamos revivir la gracia de haber sido acogidos en la Iglesia, nuestra santa Madre jerárquica, y por la Iglesia, nuestra esposa. Pertenecemos a Jesús, y le pertenecemos como Compañía. No nos cansemos de pedir la fuerza para construir y conservar la comunión, para ser fermento de fraternidad para la Iglesia y para el mundo. No somos solistas que buscan ser escuchados, sino hermanos que forman un coro. Sintamos con la Iglesia, rechacemos la tentación de buscar éxitos personales y formar facciones. No nos dejemos arrastrar por el clericalismo que nos vuelve rígidos ni por las ideologías que dividen. Los santos que hoy recordamos han sido columnas de comunión. Nos recuerdan que, en el cielo, a pesar de nuestras diferencias de carácter y de perspectiva, estamos llamados a estar juntos. Y si vamos a estar unidos para siempre allá arriba, ¿por qué no empezar desde ahora aquí abajo? Acojamos la belleza de haber sido tomados juntos por Jesús.
El segundo verbo: subir. Jesús «subió a la montaña» (v. 28). El camino de Jesús no es cuesta abajo, sino que es un ascenso. La luz de la transfiguración no llega en la planicie, sino después de un camino difícil. Por tanto, para seguir a Jesús hay que dejar las planicies de la mediocridad y las bajadas de la comodidad; hay que dejar los propios hábitos tranquilizadores para efectuar un movimiento de éxodo. De hecho, en lo alto de la montaña, Jesús hablaba con Moisés y Elías precisamente de su «partida […], que iba a cumplirse en Jerusalén» (v. 31). Moisés y Elías habían subido al monte Sinaí u Horeb, después de dos éxodos en el desierto (cf. Ex 19; 1 R 19); ahora hablan con Jesús del éxodo definitivo, el de su pascua. Hermanos, sólo la subida de la cruz conduce a la meta de la gloria. Este es el camino: de la cruz a la gloria. La tentación mundana es buscar la gloria sin pasar por la cruz. A nosotros nos gustarían caminos conocidos, rectos y llanos, pero para encontrar la luz de Jesús es necesario que salgamos continuamente de nosotros mismos y vayamos detrás de Él. Como hemos oído, el Señor, que desde el principio «llevó afuera» a Abraham (Gn 15,5), nos invita también a nosotros a salir y a subir.
Para nosotros, los jesuitas, la salida y la subida siguen un camino específico, que la montaña simboliza bien. En la Escritura, la cima de las montañas representa el borde, el límite, la frontera entre la tierra y el cielo. Y estamos llamados a salir para ir precisamente allí, al confín entre la tierra y el cielo, donde el hombre se “enfrenta” a Dios con dificultad; a compartir su búsqueda incómoda y su duda religiosa. Es allí donde debemos estar, y para ello debemos salir y subir. Mientras el enemigo de la naturaleza humana quiere convencernos de que volvamos siempre sobre los mismos pasos, los de la repetición estéril, los de la comodidad, los de lo ya visto, el Espíritu sugiere aperturas, da paz, pero sin dejarnos nunca tranquilos, envía a los discípulos hasta los últimos rincones del mundo. Pensemos en Francisco Javier.
El discípulo de todas las horas se encuentra frente a esta encrucijada. Y puede proceder como Pedro, que, mientras Jesús hablaba del éxodo, dijo: «qué bien estamos aquí»(v. 33). Siempre existe el peligro de una fe estática y “aparcada”. El riesgo es el de considerarse “buenos” discípulos, pero que en realidad no siguen a Jesús, sino que permanecen inmóviles, pasivos y, como los tres del Evangelio, sin darse cuenta, les da sueño y se quedan dormidos. Incluso en Getsemaní, estos mismos discípulos dormirán. Hermanos, para los que siguen a Jesús no es tiempo de dormir, de dejarse narcotizar el alma, de dejarse anestesiar por el clima consumista e individualista de hoy, según el cual la vida es buena si es buena para mí; en el que se habla y se teoriza, mientras se pierde de vista la carne de nuestros hermanos, la realidad concreta del Evangelio. Uno de los dramas de nuestro tiempo es cerrar los ojos a la realidad y darle la espalda. Que santa Teresa nos ayude a salir de nosotros mismos y a subir a la montaña con Jesús, para darnos cuenta de que Él se revela también a través de las heridas de nuestros hermanos, de las dificultades de la humanidad, de los signos de los tiempos.
Jesús, dice el Evangelio, subió a la montaña «para orar» (v. 28). Este es el tercer verbo, orar. Y «mientras oraba – continúa el texto – su rostro cambió de aspecto» (v. 29). La transfiguración nace de la oración. Preguntémonos, tal vez después de muchos años de ministerio, qué significa hoy para nosotros orar. Quizá la fuerza de la costumbre y una cierta ritualidad nos han hecho creer que la oración no transforme al hombre y a la historia. En cambio, orar es transformar la realidad. Es una misión activa, una intercesión continua. No es un alejamiento del mundo, sino un cambio del mundo. Orar es llevar la pulsación de la actualidad a Dios para que su mirada se abra de par en par sobre la historia.
Nos hará bien preguntarnos si la oración nos sumerge en esta transformación; si arroja una nueva luz sobre las personas y transfigura las situaciones. Porque si la oración está viva “trastoca por dentro”, reaviva el fuego de la misión, enciende la alegría, provoca continuamente que nos dejemos inquietar por el grito sufriente del mundo. Preguntémonos cómo estamos rezando por la guerra actual. Pensemos en la oración de san Felipe Neri, que le ensanchaba el corazón y le hacía abrir las puertas a los niños de la calle. O en la de san Isidro, que rezaba en los campos y llevaba el trabajo agrícola a la oración.
Tomar cada día las riendas de nuestra llamada personal y de nuestra historia comunitaria; subir hacia los confines indicados por Dios, saliendo de nosotros mismos; orar para transformar el mundo en el que estamos inmersos. Finalmente, llegamos al cuarto verbo, que aparece en el último verso del Evangelio de hoy: «Jesús estaba solo» (v. 36). Él se quedó, permaneció, mientras todo había pasado y resonaba sólo “el testamento” del Padre: «Escúchenlo» (v. 35). El Evangelio termina llevándonos de nuevo a lo esencial. A menudo tenemos la tentación, en la Iglesia y en el mundo, en la espiritualidad como en la sociedad, de convertir en primarias tantas necesidades secundarias. En otras palabras, corremos el riesgo de concentrarnos en costumbres, hábitos y tradiciones que fijan nuestro corazón en lo pasajero y nos hacen olvidar lo que permanece. Qué importante es trabajar sobre el corazón, para que pueda distinguir lo que es según Dios, y permanece, de lo que es según el mundo, y pasa.
Queridos hermanos y hermanas, que el santo padre Ignacio nos ayude a custodiar el discernimiento, nuestra preciosa herencia, tesoro siempre válido para difundir en la Iglesia y en el mundo, que nos permite “ver nuevas todas las cosas en Cristo”. Es esencial, para nosotros y para la Iglesia, para que, como escribió Pedro Fabro, “todo el bien que se pueda practicar, pensar u organizar, se haga mediante el espíritu bueno, y no mediante el malo” (cf. Memorial, Buenos Aires 1983).