Homilía pronunciada por el P. Provincial Victor Hugo Miranda SJ en la Eucaristía por la Fiesta de San Ignacio de Loyola (31 de julio), que se celebró en la Parroquia San Pedro de Lima, presidida por el Cardenal Carlos Castillo.

Hace unas semanas participé de un evento que tiene una gran importancia en la provincia de Quispicanchi, región Cusco, en la peregrinación al Señor de Qoyllurit’i. Es el segundo año que hago esta peregrinación. Por muchos años había escuchado hablar de este acontecimiento religioso, pero recién estos dos últimos años he podido vivir esta experiencia. Y he quedado maravillado de la fe de la gente. Aunque vivimos tiempos complejos, en procesos de secularización o de distancia de mucha gente de la iglesia, o en los que sentimos que no hay renovación o gente joven, lo que se vive y aprecia en esta celebración es renovador de esperanza. Cientos, miles de personas caminan por varias horas en pleno frío, para llegar hasta los casi cinco mil metros de altura, donde se encuentra el Santuario del Señor de Qoyllurit’i, para rezarle al Señor, para pedirle milagros, para presentar ofrendas, para pedir perdón. Y mucha gente sube además bailando, a esa altura y con ese frío. Pero sobre todo la gente sube rezando. Uno puede acercarse a esta experiencia con ojos de sociólogo, observando las dinámicas sociales, o con ojos de antropólogo, tratando de explicar qué dice una experiencia como esta de las conductas humanas, o puede hacerlo con ojos de fe, frente a un misterio que se escapa de nuestra mirada y de nuestras manos. Algo ocurre entre toda la gente que sube y el Señor, algo ocurre entre Dios y sus criaturas. Y eso qué ocurre no puede ser explicado en palabras. Hay algo que sucede en uno, mientras va subiendo, hay algo que sucede en los demás, mientras van subiendo. Y en medio de las danzas, en medio de los cantos, en medio del frío, algo se va suscitando. En medio de lo duro y difícil del camino, que es siempre cuesta arriba, algo acontece.

Porque algo acontece siempre que uno se pone en camino, siempre que uno se dispone a seguir al Señor. El seguimiento de Jesús, el hacerse discípulo de Jesús, es un camino. Y es un camino no sencillo. De eso nos habla el Evangelio hoy. Jesús está caminando, rodeado de mucha gente, que lo sigue, seguramente sin tener claridad de por qué le sigue, quizás por sus milagros, quizás por sus palabras, quizás por lo que han escuchado hablar de él, quizás porque esperan que sea el líder que su pueblo necesita para enfrentar al imperio opresor, quizás por nada de eso o por todo eso de manera conjunta. Y en medio de ese camino, Jesús se dirige a sus seguidores. Algo ocurre, algo sucede. Jesús llama la atención sobre el sentido del seguimiento. Y sus palabras nos pueden parecer duras. Jesús nos dice que hay que preferirlo a El antes que a su padre y a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y más aún a sí mismo. Jesús lo pide todo. Su exigencia es máxima. Y además hay que cargar su cruz, sino no se puede ser discípulo suyo. Jesús lo deja muy claro. Seguirle no es cosa sencilla. Pero ese seguimiento, ojo, no está pensado solo para los sacerdotes o los religiosos y religiosas. Esas palabras están dirigidas a todos nosotros como cristianos católicos, como seguidores suyos. Jesús tiene que estar en primer lugar, por encima de nosotros mismos. Como se nos dice en otro pasaje del Evangelio, tenemos que morir, saber morir a nosotros mismos. Las peregrinaciones como las del Señor de QoylloRiti, u otras devociones y prácticas religiosas, apuntan de algún modo a esa experiencia, compleja, no fácil, de seguir a Jesús. La peregrinación que debemos hacer todos es un camino interior, de saber morir a nosotros mismos, para encontrar vida plena en Jesús.

Si alguien comprendió bien ese proceso, ese camino, esa peregrinación, fue San Ignacio de Loyola, a quien la Iglesia celebra hoy. Ignacio, fue junto con sus primeros compañeros, Francisco Javier, Pedro Fabro, Diego Lainez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, Simón Rodríguez, y otros más, uno de los fundadores de la Compañía de Jesús y su primer Superior General. Fue el gran gestor, quien dirigió el destino de los primeros jesuitas, escribió las Constituciones de la Compañía de Jesús, y nos dejó su mayor legado, la experiencia personal que vivió de su encuentro con Dios plasmado en los Ejercicios Espirituales, que están a la base de lo que denominamos la Espiritualidad Ignaciana, y que inspira la pedagogía de nuestra tradición educativa, así como de cada una de las iniciativas apostólicas que hemos promovido los jesuitas en casi 500 años de existencia en el mundo entero. Hay mucho que hoy podríamos decir sobre San Ignacio, mucho sobre su historia personal, su recorrido antes de su conversión, o su proceso personal antes de encontrarse con sus compañeros y fundar la Orden, o de su modo de dirigir la Compañía hasta su muerte. Pero yo quisiera centrarme en la maestría con la que Ignacio logró identificar cómo a través de nuestras mociones espirituales podríamos encontrar la voluntad de Dios en nuestras vidas, y a partir de ello tomar lo que vendría a ser la mejor decisión posible. Ignacio de Loyola nos ha enseñado a los jesuitas, y a todos los que compartimos la espiritualidad ignaciana, a ser personas de discernimiento, a que podamos ser como nos recuerda San Pablo en el texto que hemos escuchado, en la carta a los corintios, que “todo lo que hagamos sea para gloria de Dios”. Y ese proceso pasa por momentos duros, como nos lo recuerda el profeta Jeremías en la primera lectura que hemos escuchado: “Por anunciar la palabra del Señor, me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día”. 

Empecé esta reflexión compartiéndoles lo maravillado que quedé durante la peregrinación de Qoyllurit’i, que es solo un ejemplo de un camino de seguimiento. Cada peregrino vive su propio proceso, su propio camino, ningún camino es igual. Y no es fácil, el ponerse en camino, el recorrer kilómetros, el sufrir de lo duro de la altura y del frío. Pero más allá de lo externo, hay algo que se va suscitando en el interior de cada uno. Y ese camino interior tampoco es fácil. Así lo señala el mismo Jesús a sus seguidores, a los de su tiempo histórico, y al nuestro. La fiesta que celebramos hoy de San Ignacio, nos recuerda a un hombre que vivió también este camino, de seguimiento del Señor, que fue también un peregrino, que caminó kilómetros y kilómetros, pero que además hizo un proceso interior, un proceso al que estamos invitados todos nosotros. La iglesia de hoy, el mundo de hoy, requiere de nosotros fuerza para vivir estos procesos, para realizar estos caminos. Estamos llamados, hermanos y hermanas, a mirar hondo, a profundizar en nuestra relación con Jesús, a saber morir a nosotros mismos, para poner en el centro de nuestras vidas a Jesús, y para vivir su mensaje, un mensaje que hoy más que nunca resulta contracultural, en una sociedad y un mundo en el que el “yo” está puesto por encima de todo, Jesús nos invita a poner al “otro”, al “prójimo”, al “distinto”, en un lugar central. Y eso no es fácil. Allí es donde se juega nuestro seguimiento, en hacernos conscientes que lo que nos plantea Jesús no es fácil, pero que es un camino de riqueza, de profundidad, de paz y de consolación, pese a lo complejo y difícil del proceso, del camino. Como les pasa a los peregrinos y a los bailarines de Qoyllurit’i, que terminan muertos del cansancio, pero felices de haber subido hasta el Santuario, de haber visto a su Señor, de haber toca la piedra con su imagen, de haberle podido pedir, ofrecer, rezar. Que vivamos nosotros también ese cansancio que nos da el caminar tras el Señor, de seguirle, para terminar ese camino felices de haberlo hecho, porque algo ocurre, algo sucede, algo acontece, en ese proceso. Es Dios mismo que se manifiesta. Amén.