MISA SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS Y SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS
Homilía, Fátima, 1 de enero de 2019

Queridas hermanas y hermanos:

Nos reunimos delante de Dios al iniciar un nuevo año para pedir su bendición abundante para todos nosotros, para nuestras familias y para nuestro país. La Iglesia, por su parte, nos presenta en esta fecha la figura de Santa María, la Madre de Dios y madre nuestra, como la figura que nos ayuda comprender y a vivir en plenitud el misterio de la encarnación del Verbo, el Hijo de Dios. Y es que, en efecto, María es el instrumento escogido por Dios para traernos la vida nueva en su Hijo Jesús. Y eso lo celebramos precisamente hoy, el día de año nuevo.

El evangelio nos dice que, en medio del asombro de los pastores y de la gente ante lo que habían escuchado acerca del niño, “María conservaba y meditaba todo en su corazón”. Al finalizar el año tendríamos que dedicar un tiempo importante para meditar y reflexionar sobre lo que hemos vivido, lo que hemos aprendido, lo que Dios ha ido haciendo entre nosotros, con nosotros o a pesar de nosotros. A lo largo del 2018 hemos estado celebrando 450 años de llegada de los jesuitas al Perú. Y hemos querido hacerlo como cuerpo apostólico que comparte una misma misión con muchas otras personas y comunidades en la Iglesia, con todos ustedes, amigas y amigos, que nos acompañan esta noche y con todos aquellos con quienes caminamos día a día tratando de hacer presente el reino de Dios en nuestro país. Como cuerpo apostólico hemos organizado varios eventos, hemos expresado eucarísticamente nuestra gratitud, hemos hecho memoria agradecida de tanto bien recibido, hemos recordado a dos jesuitas insignes de la primera Compañía, cuyas causas de beatificación están en proceso: Alonso de Barzana y Francisco del Castillo, evangelizadores y defensores de indígenas y afrodescendientes, y también hemos reconocido con humildad que no siempre hicimos lo que debíamos hacer. Ahora, al finalizar el año, y siguiendo el ejemplo de María, queremos volver a acoger y cultivar el don de Dios en el corazón para dejar que Él siga haciendo fecundas nuestras vidas en un servicio siempre mayor a su misión.

María es también la hija fiel de Israel que representa al pueblo pobre con quien Dios ha sellado una alianza de amor y de vida. María comparte y lleva totalmente en sus entrañas las esperanzas del pueblo de una vida más plena, más justa, más digna. Israel es el pueblo de la promesa, el pueblo que camina con la mirada puesta en una tierra nueva y en un cielo nuevo donde habite la justicia y en el que la paz abunde eternamente. Nosotros también con ella, seguimos anhelando esa tierra nueva y ese cielo nuevo. En un país atravesado por la injusticia y por la corrupción, donde el clamor de los pobres, de los débiles, de los excluidos sigue llamando a nuestras conciencias, María nos recuerda que la palabra de Dios sigue siendo fiel, que Él sigue dispuesto a mostrarnos su rostro radiante en el rostro del pobre, del que sufre y a concedernos su paz, siempre y cuando estemos dispuestos a dejar que su espíritu obre en nosotros, para arrancarnos el corazón de piedra y para ponernos un corazón de carne como el suyo. La pregunta, hermanos es entonces, ¿estamos dispuestos a dejarnos tocar y transformar por ese espíritu que trae la vida y que hace posible lo que para nosotros parece imposible? ¿Estamos dispuestos, como Maria, a dejar que el espíritu de Dios fecunde en nosotros un nuevo ser, un nuevo Cristo que siga trayendo fuego y calor nuestra tierra? Hace cincuenta años, en Medellín, los obispos de AL denunciaban el escándalo que significa que países que se dicen mayoritariamente cristianos y católicos sean al mismo tiempo aquellos donde existan las mayores desigualdades, injusticias y corrupción. Después de 50 años de ese mensaje, ¿qué podemos decir ante los escándalos de corrupción que nos avergüenzan y nos indignan?, ¿ante la violencia cruel e inhumana contra la mujer, ante el desprecio de los pueblos amazónicos y originarios, ante el abuso constante contra los derechos de las personas, los trabajadores y de muchos otros? María nos invita una vez más a mirar a su Hijo, como lo hacía ella en Belén, y a dejar que esa mirada transforme nuestros corazones y fortalezca nuestras voluntades en el camino del bien y de la justicia.

En la carta a los Gálatas, Pablo dice que “cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para rescatarnos y para que recibamos la condición de hijos”. Hermosa frase en la que posiblemente se resume todo el misterio de la encarnación y de la salvación que estamos celebrando en este tiempo. Por un lado, el Hijo de Dios se hace hombre, en las entrañas de una mujer, naciendo de una mujer. Y por ese mismo hecho, nosotros nacemos a una nueva condición, recibimos la condición de hijos de Dios, se nos regala el ser verdaderamente hijos de Dios. Hasta el punto que también nosotros podemos decir y clamar, como el Hijo, “Abba, Padre mío”.

Este es el segundo mensaje que nos ofrece la palabra de Dios en este día. Al final del Año se nos invita a hacer memoria agradecida de lo que hemos vivido; pero al iniciar un nuevo año se nos invita también a hacer memoria de nuestra nueva condición, de nuestro ser hijos e hijas de Dios, llamados a compartir con total plenitud la vida misma de Dios. Eso es precisamente el reino de Dios, esa es la salvación que nos trae Jesús en Belén, esa es la vida nueva que estamos llamados a construir entre todos en este país nuestro que amamos y cuya promesa de vida deseamos construir juntos. Somos hijos de Dios, con el Hijo, y somos herederos de la vida plena en Dios. Hagamos que esa herencia se haga realidad entre nosotros. Que al iniciar el nuevo año, la semilla de vida nueva sembrada en nuestro bautismo, robustecida con la confirmación, regada constantemente con la eucaristía y renovada por el perdón, nos haga dar frutos nuevos de justicia, de misericordia, de fraternidad y de paz.

Finalmente, el evangelio nos dice que al octavo día, al tiempo de circuncidarlo, le pusieron le pusieron por nombre Jesús. Jesús quiere decir, “Dios salva”, Jesús es el salvador. El nombre de Jesús define su propio ser, su propia misión: ser instrumento de salvación, obrar la salvación en medio del pueblo. San Ignacio quiso que la Compañía llevara por nombre Jesús, que fuera la Compañía de Jesús, y eso significa también para los jesuitas que estamos llamados a ser colaboradores de esa misión de salvación que recibió el Hijo de Dios. Salvación que significa nuevamente vida plena. Traer salvación es traer vida, la vida plena de Dios. Pero esta salvación no se realiza según los criterios del mundo. Para el mundo, la salvación solo se puede hacer desde el poder, la riqueza, la imposición. Para el mundo, no hay otra forma de ofrecer salvación. Para Dios no es así. Para Dios, la salvación viene a través de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Para Dios, la salvación viene desde abajo, desde lo pequeño, lo frágil, lo que para este mundo no cuenta. Por eso, San Ignacio llamaba a la Compañía “mínima Compañía” y quería que fuera realmente mínima para ser de verdad instrumento de salvación al modo de Jesús. También hoy seguimos siendo llamados a ser “mínima” Compañía de Jesús y a seguir colaborando en la salvación del mundo desde nuestras limitaciones y fragilidades. Solamente así, podremos dejar que Dios pueda hacer posible aquello que nos parece imposible; solo así podremos seguir anunciando a nuestro país la buena noticia de la salvación y de una vida plena en la justicia, en la paz y en el amor fraterno.