(Ecclesia).- Nubar Hamparzoumian tiene 33 años y, a pesar de la confusión que pueda producir su nombre, es de Madrid. Es jesuita y fue ordenado diácono el pasado 8 de febrero. En ese momento no se podía imaginar que un mes más tarde una pandemia mundial iba a dar un vuelco a la vida de todos los españoles. Consciente de los dramas que se vivían durante el confinamiento, Nubar acaba dando responsos en el crematorio del cementerio de la Almudena para que esta despedida fuera al menos «digna».
Nubar entró en la Compañía de Jesús con solo 21 años, dejando a medias la carrera de Ingeniería Técnica forestal que estaba estudiando. Ha estudiado filosofía y comunicación audiovisual; y ha trabajado en diferentes obras jesuitas. Pero con la llegada del coronavirus, y la cantidad de noticias devastadoras que traía consigo, no pudo desoír la llamada de la archidiócesis de Madrid.
Su día a día es sencillo: «Ha sido de estudio, y como justo coincidió con la Semana Santa, estuvimos trabajando a nivel digital con los jóvenes. Ha sido ‘ora et labora’, una rutina para estudiar y rutina para estar disponible para otras personas con llamadas, videollamadas…». Hasta aquí, un confinamiento bastante parecido al del común de los españoles. Pero mientras tanto en los crematorios de Madrid el trabajo es incesante. La sobrecarga de trabajo por la cantidad de personas que están muriendo es desoladora y los responsos no duran ni 5 minutos.
Una despedida digna
«La archidiócesis de Madrid pidió hacer un servicio de apoyo en los crematorios como diácono para los responsos. Respondimos muchos sacerdotes y diáconos y a mí me enviaron al crematorio de la Almudena», cuenta Nubar. «Fueron días de ayudar a los que están ahí durante todo el año… porque estaban desbordados. Los responsos estaban siendo de 5 o 7 minutos y eso no era digno. La idea era echar una mano para que el último momento de despedida de estas personas que estaban muriendo en gran parte por el virus, tuvieran una despedida digna».
Así que Nubar dedica su día a ir al crematorio, rezar el responso con «las tres o cuatro personas que podían venir, o incluso sin familiares, porque estaban en cuarentena», relata el jesuita. Asegura que «ha sido una experiencia entre dura y bonita. Dura, porque estar cada veinte minutos con una familia que acaba de perder así a un ser querido, es un desgaste fuerte personal, afectivo, espiritual. La muerte cuando se acerca hace que nos preguntemos cómo queremos vivir. Estar muchas horas ahí ha sido duro».
Pero Nubar relata que también «ha sido bonito a nivel personal, el confirmar la vocación de estar donde la gente lo necesita, donde sufre, donde necesitan una palabra de esperanza y espiritual. Ha sido bonito estar donde ha habido necesidad, representando a la Iglesia. Pero la verdad es que llegaba a casa muy cansado, he rezado mucho por estas personas, con sus nombres y apellidos… y es duro. Pero saber que hemos podido estar, igual que otros compañeros en otros sitios, que la Iglesia está donde la gente lo necesita… Es una experiencia bonita, pero de la que no hay que alardear porque es nuestra misión y nuestra vocación».
Fuente: Ecclesia