Para nosotros es una gran alegría celebrar este momento. Ustedes van dando pasos en su incorporación al cuerpo de la Compañía. El camino es largo, como bien saben, y aunque ya los vienen viviendo, desde hoy contarán con los votos del bienio como sostén y ayuda para vivir sus vidas como religiosos en la Compañía de Jesús. Entonces quisiera subrayar que es un momento especial para ustedes, pero también para nosotros, para la Provincia y la Compañía universal. Estemos alegres, porque en medio de las complejidades de la vida y de la realidad de nuestro país sufriente, tenemos razones para celebrar, para festejar la vida, la vida que ustedes le aportan a la Iglesia, al cuerpo de la Compañía.

En el libro del Deuteronomio que hemos escuchado en la primera lectura, vemos una vez más la profunda relación que tiene Moisés con el Señor. Moisés es el hombre que sabe escuchar al Señor, reconocerlo en medio de la zarza ardiente, quien se quita las sandalias en señal de respeto, el que esconde el rostro en señal de respeto, pero también el que le reclama a Dios pidiendo por su pueblo. Y es quien transmite al pueblo lo que el Señor le comunica. Moisés es un hombre en constante relación con Dios y en constante relación con su pueblo. Y en medio de esa relación se sitúan los mandamientos, que como nos lo señala “no son superiores a nuestras fuerzas, ni están fuera de nuestro alcance”.

Los mandamientos representan la ley, la ley que permite la convivencia al interior del pueblo y que facilita también la relación con Dios. Los mandamientos, nos dice el texto, están “en nuestra boca y en nuestro corazón para poder cumplirlos”. Es interesante cómo se nos dice al final del texto que los mandamientos están en nuestro corazón. La ley de Dios no es una ley ajena al corazón, ajena al amor, ajena a los afectos. Los mandamientos, la ley, se enmarcan en la lógica de la relación de amor que establece Dios con nosotros, en su alianza que es eterna, en ese amor fiel, incondicional de Dios por nosotros.

Es desde ese amor que nos toca vivir. Ustedes cuatro iniciaron un camino hace ya algún tiempo, cada uno según su propia experiencia. Cada uno de ustedes se ha sentido llamado, cada uno de ustedes ha tenido su momento de zarza ardiente, han sabido escuchar a Dios, y han decidido seguirle en la Compañía. Hoy pronuncian sus votos del bienio, como parte de ese camino. Y lo hacen desde ese amor, desde la intimidad de la relación con el Señor, y esta profundidad en la relación con Él debe alimentar sus vidas y los debe lanzar a la misión, para la que ahora van a iniciar un camino de formación académica.

Los votos que ustedes pronuncian hoy no están fuera de su alcance ni son superiores a sus fuerzas. No deben ser vividos como una carga. Debemos acercarnos a ellos con libertad y vivirlos desde allí, porque si los incorporamos en nuestras vidas nos hacen más libres. El voto de pobreza nos debe ayudar a saber desprendernos, a saber vivir desde la intemperie, no solo en términos económicos, sino también existenciales. El voto de castidad nos debe llevar a ser capaces de amar desde la libertad, sin posesiones ni exigencias. El voto de obediencia nos debe hacer disponibles para la misión, pero además nos debe ayudar a abrir el corazón a la voluntad de Dios que se expresa a través del mismo cuerpo de la Compañía.

“El que se ama a sí mismo se pierde”, le dice Jesús a sus discípulos en el Evangelio que hemos escuchado. Los votos los tenemos que vivir desde allí. No son instrumentos para una falsa comprensión de la santidad, que esté centrada en uno mismo y en una búsqueda de perfección personal. Los votos los tenemos que vivir desde la salida constante de uno mismo, desde la muerte de aquello que no nos ayuda. El grano de trigo tiene que morir para producir fruto. Nosotros debemos también morir para vivir. Y aunque este proceso a veces puede ser doloroso, renunciar, dejar, cambiar, en último término es siempre gozoso y consolador.

“El que quiera servirme, que me siga”. Queremos servirle, para ello debemos seguirle y conocerle, como nos lo recuerdan los Ejercicios. Y hay que hacerlo con alegría, con entusiasmo, con ilusión. La vocación a la vida religiosa, a la Compañía, la tenemos que vivir enamorados. Seguro que habrá crisis y dificultades en el camino. No hay duda. Es parte del camino del cristiano verdadero, seguir los pasos de Jesús. Pero toca ir por la vida haciendo el bien, siendo felices en el camino, y trabajando por la felicidad de los demás, sobre todo aquellos que más sufren exclusión o viven situaciones de vulnerabilidad.

Quiero pedirle al Señor por cada uno de ustedes, Sebastián, Pol, Victor, Davinson. Que al pronunciar sus votos se inicie hoy un camino de apertura a la vida que habita en ustedes, que vivan desde el amor enraizado en sus corazones, que se sostengan en el vínculo con el Señor. Sean buenos con sus formadores, con sus compañeros de comunidad, sean buenos con ustedes mismos, sean buenos con la gente buena y no tan buena que encontrarán en el camino de la vida. Denlo todo, gasten su vida, amen profundamente. Y no dejen de sonreír.

Amén.