El P. Joao B. Libanio SJ, teólogo de la Facultad Jesuita de Filosofía y Teología de Brasil, reflexiona sobre los cambios en la Iglesia a través del tiempo y lo que representará la nueva ruta emprendida por el Sumo Pontífice. Este texto ha sido publicado en la edición Nº 25 de la revista «Intercambio». Para descargarla, siga este link.


Traducción: Juan Carlos Guitérrez, SJ

La Iglesia católica conoció dolorosamente la Reforma protestante. Como respuesta se movilizó a partir de Trento, y a tal reacción la denominó Contra Reforma. El término “contra” se identifica fácilmente con una reacción radical, hasta las rayas del conservadurismo reaccionario.

Desafortunadamente la imagen que la Iglesia católica dejó de sí, a partir de Trento y en el enfrentamiento con la modernidad, quedó marcada con una mancha negativa. Se necesitó de un gran esfuerzo del Concilio Vaticano II para lanzar el programa de “aggiornamento”. Esta misma palabra, creada por Juan XXIII, reflejaba la idea de que la Iglesia estaba fuera del tiempo actual.

Los analistas señalan los primeros años post conciliares como fenómeno de reforma, de actualización, de ecumenismo con las Iglesias orientales y de la Reforma, de diálogo inter-religioso con el judaísmo y otras religiones, hasta alcanzar una apertura osada con los no creyentes y con la modernidad crítica. Ahí está una serie de documentos conciliares que manifiestan un espíritu de acogida y de interlocución con las nuevas situaciones implantadas en el mundo, tanto a partir de la modernidad, como de la post guerra.

Al final del pontificado de Paulo VI ya se sentían escalofríos por causa de los caminos por los cuales la Iglesia se dirigía, y se activó el freno conservador[1]. Después de su muerte, las reuniones de los cardenales, anteriores a la elección del Papa, pedían que el escogido asumiese la dura tarea de frenar los cambios en la Iglesia, por considerarlos incontrolables. Así, tuvimos dos pontificados que cubrieron más de tres décadas, en las que se paralizó cualquier avance. Aún más, hicieron retroceder algunos aspectos que se juzgaban ya adquiridos.

En el contexto inmediato de la inmovilización y del neoconservadurismo hegemónico[2], aparece la figura singular del Papa Francisco. Con gestos simbólicos de cercanía con el pueblo, simplicidad de vida, pobreza y acogida misericordiosa, levantó el deseo de renovación eclesial[3]. Como gesto concreto creó una comisión de cardenales que ya le deben haber presentado sugerencias de cambios. Nos toca esperar.

Al tratar la reforma eclesial, nos encontramos con dos niveles distintos, aunque concretamente articulados: La naturaleza y la historia de la Iglesia nos muestran innumerables iniciativas y prácticas renovadoras a lo largo del siglo. Un nivel nos permite reflexionar ampliamente sobre la propia naturaleza de cualquier cambio eclesial; el otro se hace presente en lo concreto de la vida de la Iglesia de hoy, en las circunstancias propias del momento. Veamos.

La Iglesia se entiende y se propone ser el sacramento visible de la presencia de la humanidad de Cristo. Ella continúa sacramentalmente la acción de Jesús entre nosotros. Por eso, se vuelca continuamente a Él, a fin de dejarse criticar e iluminar por Él.

En este proceso se manifiesta el fenómeno sociológico de institucionalizar y rutinizar el carisma mayor que fue Jesús. Él vivió poco tiempo entre nosotros, apenas se preocupó por la institucionalización. Diríamos que fue casi “puro carisma” en el sentido de entrega total de sí a la humanidad por puro amor. Anunció la presencia actuante de Dios Padre en la historia, principalmente en su propia persona. La llamó Reino de Dios. Y se fue para el Padre. Dejó a los discípulos la tarea de institucionalizar la maravilla de su vida, obra y persona, que despertó discípulos y comunidad de seguidores. Toda institucionalización limita, empobrece el carisma. Y cuanto más rígida es, más lo fragiliza. Sin embargo, sin ella el carisma no se encarna en la historia y no continúa en el tiempo[4]. La Iglesia vivirá continuamente tal tensión: trabajada internamente por la fuerza carismática del Espíritu Santo, que Cristo glorioso y el Padre nos enviaron, y lucha por encontrar canales institucionales para que tal gracia alcance las personas.

Los renovadores de la Iglesia se toparon con el desgarrador dilema. Algunos juzgaron que el cambio fuese reforzar la institución, las leyes, la disciplina y el poder jerárquico. Y, con generosidad e intención recta, se lanzaron a tal aventura. En general, encontraron finalmente más cadáveres que vivos. La rigidez de la institución mata.

La Iglesia medieval y post-tridentina conoció momentos como estos y necesitó ser sacudida por otro tipo de reforma. La más reciente que conocemos se hizo por medio del Concilio Vaticano II, que pretendió traer nuevos aires a la Iglesia, tomando la expresión de Juan XXIII. Pero duró poco tiempo y, nuevamente, el miedo al estallido carismático pesó para volver al reforzamiento institucional.

Existe una pregunta en el aire ¿El Papa Francisco prefiere apostar por la renovación, principalmente por la vía del carisma, o imagina reemplazar una institución por otra, aunque diferente y más aireada?

El Papa ha insistido en pedir oraciones[5]. Con frecuencia alude a la práctica misericordiosa de Jesús. Retoma con insistencia y apela a la simplicidad y a la pobreza de vida. Insiste en el amor a los pobres y necesitados[6]. Todo eso lleva a pensar que él se aproxima a la fuerza carismática que estalló en los inicios del cristianismo y que tuvo momentos fuertes a lo largo de la historia de la Iglesia en hechos como los padres del desierto, el monaquismo inicial, los mendicantes, los mártires, los misioneros heroicos, los consagrados al trabajo junto a los pobres, y los despojados de las glorias mundanas.

Apostar por el carisma implica una actitud profunda de conversión personal y comunitaria que repercutirá en la creación de estructuras, originadas en ella y que la alimenten. Al hacer uso de  estructuras existentes se contaminan fácilmente a las nuevas. En pequeñas instituciones, sí son posibles los cambios profundos para desalojar configuraciones anteriores. Por eso, en momentos de crisis y de reformas, fermentan experiencias menores, libres y despojadas. Así se entienden muchas de las nuevas comunidades en la actualidad.

La realidad humana, sin embargo, sufre de ambigüedad. Precisamente por ser pequeñas sucede, a menudo, lo opuesto. La organización mayor las capta y las inserta en el sistema dominante. Hoy asistimos al fenómeno paradójico de comunidades carismáticas puestas al servicio impensado y acrítico del aspecto jurídico institucional, contradiciendo la naturaleza carismática que permanece únicamente en la superficialidad y la apariencia, sin la fuerza renovadora del carisma.

La Iglesia, como una institución grande, se mueve con mayor lentitud. Entonces, el carisma sólo persevera en la acción renovadora con mucha lucidez y discernimiento. Corre el doble peligro de estallar y perderse en el aire o de ser devorado por el lado organizacional.

El Papa Francisco sabe perfectamente que él se sitúa en una enorme y antigua institución de dos mil años de tradición. Apuesta no por la lógica del sistema, sino por el dinamismo interno del carisma. Para la fe cristiana, la última raíz del carisma no brota de la creatividad del arbitrio humano, sino que radica en la fe y esperanza en el Espíritu de Dios. Ella cuenta también con el misterio de la Encarnación, en que el Dios Infinito se hizo un hombre concreto, llamado Jesús. A pesar que Él conoció el poder del Espíritu solamente después de atravesar el túnel oscuro de la muerte y surgir Resucitado ante los discípulos. En toda renovación eclesial hay una presencia del Misterio Pascual. En él se funda toda renovación eclesial. El carisma sólo no basta para las transformaciones eclesiales. Necesita encarnarse en reformas institucionales para no disolverse, cuando la figura carismática desaparece.



[1]PAUL VI. Bilan du Pontificat. Informations catholiques Internationales. Paris, nº. 530, 15 Sept 1978.

[2]FAUS. J. I. G. El meollo de la involución eclesial. Razón y Fe. Madrid, nº. 1089/90, v. 220, 1989, pp. 67-84; FAUS. J. I. G. O neoconservadorismo. Um fenômeno social e religioso. Concilium, Roma, nº. 161, 1981/1; CARTAXO ROLIM, F. Neoconservadorismo eclesiástico e uma estratégia política. In: REB 49(1989), pp. 259-281; COMBLIN, J. O ressurgimento do tradicionalismo na teologia latino-americana. Revista Eclesiástica Brasileira – REB. Petrópolis, nº. 50, 1990, pp. 44-73; LIBANIO, J. B. La vuelta a la gran disciplina. Buenos Aires, Paulinas, 1986.

[3]Innumerables escritos tratan sobre la esperanza de cambio. A manera de ejemplo: BOFF, L. Francisco de Assis e Francisco de Roma: uma nova primavera na Igreja? Editora Mar de Ideias, Rio 2013.

[4] Una reflexión sobre la tensión entre carisma e institución de WEBER, M. Economia e sociedade: fundamentos da sociologia compreensiva. São Paulo: UnB, 2004, pp. 158-167.

Volume: V. 1

[5]ESCOBAR, M. Francisco: o papa da simplicidade. Rio de Janeiro: Agir, 2013. Cfr.: Capítulo: O papa humilde e apaixonado pela oração, p. 149-151 e p. 155.

[6]Cfr.: Pronunciamentos do Papa Francisco no Brasil. São Paulo: Loyola, 2013.