La Misa de Funeral del Hno. César Patiño SJ se realizó el miércoles 16 de diciembre en la Estación Internacional 14 de Breña de la Benemérita Compañía de Bomberos y fue transmitida en vivo por la página de Facebook de la Provincia. Compartimos la homilía escrita y leída por el P. Rafael Fernández Hart SJ.

“Te voy a pedir un favor” – me dijo.
– “Claro Cesitar. ¿Qué necesitas?”.
– “Quiero que me des la bendición”.
– “Por supuesto”, le dije. Y enseguida con mi mano sobre su frente, oré en voz
alta: “Que el Señor te bendiga y te guarde; que vuelva su rostro sobre ti y te de
su paz”.
– “Gracias”, me dijo con humilde satisfacción.

Este es mi último diálogo con César justo antes de que llegaran los bomberos de la 36 y de la 14 para llevarlo a la clínica Centenario en el día de san Juan de la Cruz. César, Pedro, Isaac y yo ingresamos al noviciado de la Compañía de Jesús el 12 de marzo de 1991 y hemos coincidido en muchos momentos de la formación y de la vida comunitaria. Esa coincidencia me ha reportado grandes alegrías en mi vida de jesuita. Cesitar fue siempre un hombre con mucho sentido del humor.

César tenía una devoción a prueba de golpes y dolores y tenía una encomiable facilidad para encontrar a Dios detrás de cada cosa que vivía. No pasaba un día sin comulgar. Cuando durante este último tiempo por alguna razón, generalmente de salud, no podía llegar a la eucaristía, bajaba luego a la capilla para orar y comulgar. Hasta de sus males de salud lograba sacar enseñanzas como si pudiera ver con transparencia que detrás de ellos, Dios estuviera hilando y tejiendo su destino, ocupándose de todo, velando por todo a través de sus médicos, su familia, la querida bomba 14, sus múltiples amistades y sus hermanos jesuitas. A esta experiencia de contacto permanente con Dios, César la llamaba “la Providencia” y vivía hechos dramáticos de su vida como prolongación de la Providencia, del cuidado cariñoso de Dios. Allí donde algunos flaqueaban y se sentían abandonados por Dios o con el extraño deseo de dar la espalda a Dios, César más bien veía y sentía una fidelidad a prueba de todos los golpes posibles. Lo recuerdo desde el noviciado con su rosario en la mano y conversando de todos los enormes jesuitas que le marcaron en la vida; de ellos el que más el padre César Toledo a quien el Provincial de la época encargó entregarle su carta de admisión a la Compañía de Jesús.

Es verdad que a veces, Cesitar forzaba a la Providencia, como cuando en el noviciado, caracterizado por la austeridad de los días, salió Cesitar junto con Pedro a hacer una diligencia y se presentó con una botella de jugo. Cuando Pedro le preguntó, de dónde había sacado la botella, Cesitar, con su sonrisa de siempre, a la vez pícara y simpática, le respondió: “la Providencia”. Cuando en
realidad se la había encontrado en la refrigeradora del noviciado y se la había llevado sin sospechar que el dueño de ella aparecería horas más tarde, pero para increpar al pobre Pedro. Ese era Cesitar, el hombre de fe y que tenía la certeza de que Dios nos asistía y ponía enfrente lo que era necesario. Y es esa misma Providencia la que lo oía invocar cuando lograba resolver situaciones complicadas en su trabajo en la Selva o en el Colegio de la Inmaculada o en la Bomba número 14 como su comandante brigadier. Las ayudas le llegaban para comprar pelotas para el colegio Valentín Salegui, hacer un baño o remodelar un espacio de la Bomba, para becar a alguien en sus estudios o simplemente para que sus compañeros bomberos tuvieran su comida asegurada. Cesitar tenía mucho aprecio por sus benefactores; y ellos lo apreciaban y confiaban en él.

Cuando estaba en el noviciado, Cesitar y yo fuimos a trabajar durante un mes al Hogar de la Paz en el medio de La Parada. Me moría de miedo, pero Cesitar estaba tranquilo. La verdad es que me sentía protegido al lado de Cesitar. Entrábamos todos los días en la mañana y salíamos poco antes de la caída del sol. La cantidad de aventuras y anécdotas que compartimos en ese mes de trabajo en hospitales es tan enorme que no cabría en el espacio de una homilía. Pero hay una escena que no podré olvidar nunca de ese mes de hospitales. A Cesitar le gustaba enseñar lo que sabía; como lo vi hace poco con un candidato en comunidad enseñándole a tomar la presión y nociones de primeros auxilios. A mi me enseñó a reír y a dejarme tomar el pelo sin resentimiento. También me enseñó a poner inyecciones y a suturar y en este lugar en el que las necesidades eran tantas, en efecto, me vi forzado a usar el fruto de sus enseñanzas. Aunque era hermano jesuita y el hermano menor de su familia, obraba como un padre afectuoso de tres maneras muy tangibles: oraba por las personas, las aconsejaba, y buscaba cómo remediar su situación. Lo he visto en todo este tiempo de pandemia sugiriendo, tranquilizando, sintiendo empatía con los suyos, en suma, inspirando a quienes estaban cerca. Su instinto era protector incluso a riesgo suyo. Una vez que salíamos tarde del Hogar de la Paz, fuimos asaltados por un grupo de pirañitas, como se les conoce. En medio de una desierta avenida Aviación, al ver llegar a los adolescentes, nos pusimos espalda contra espalda para enfrentar a dos grupos de pirañitas que la verdad es que tenían muy mala traza. No eran menos de 15. Mientras, Cesitar decía con voz decidida: “somos religiosos trabajamos en el Hogar de la Paz”; quien relata y de espaldas a Cesitar y descoordinado por completo, salía al paso del primero que me sujetaba de la manga para propinarle una patada. Las palabras de Cesitar fueron mágicas. Nos soltaron y nos dejaron ir. Así era Cesitar su ingenio criollo y su confianza en Dios eran más fuertes que el miedo. Pero también sabía ser niño de corazón noble y juguetón. Soy testigo de excepción porque tanto en el noviciado como en nuestra actual comunidad perdí la cuenta de las veces en que me hacía la “cama chica” para que no cupiera en ella o que me cosía el pijama para no poder ponérmela o que me ponía hilos en el marco de mi puerta para que pensara que era tela de araña. Sus disparates no me molestaban; era difícil enojarse con Cesitar porque uno sabía de su buen corazón; era más bien sencillo quererlo. Y como los niños, sabía contentarse con cosas sencillas que reflejaran esperanza. ¡Qué alegría reflejó Cesitar, por ejemplo, el día en que la unidad médica fue llevando una torta a un niño enfermo de cáncer! Me mostraba las fotos de madre y niño juntos con los bomberos. Esas pequeñas cosas hacían el día a día de un hombre bueno que tomaba el pelo y que se dejaba tomar el pelo y que saboreaba los detalles porque estaba seguro de que Dios habla en ellos. Por eso cuando hablaba con las personas, después juguetear un poco, tarde o temprano, se ponía serio y Dios aparecía en su discurso o en sus consejos.

A partir del año 1993 y con 31 años, Cesitar comenzó a estudiar humanidades. Era el mayor, pero no se hacía problemas. Yo lo veía feliz. Y en la comunidad, ya que tenía experiencia en la gestión de dinero por su experiencia laboral en Murguía, con frecuencia se le encargaban tareas administrativas. En 1997, Cesitar terminaba sus estudios en educación y se alistaba para el magisterio como le llamamos los jesuitas a esta etapa de formación porque habitualmente nos envían a algún colegio a hacer un poco de todo. Cesitar fue enviado al colegio Valentín Salegui de Yamakai-etnza. Fue un tiempo exigente, pero Cesitar no se arredraba y seguía para adelante y se traía la selva a cuestas hasta Lima porque en tiempos de vacaciones llegaba para buscar ayudas de todo tipo y ¡cuánto lo habrá marcado la selva que cuando muchos años más tarde ya trabajaba en el Colegio de la Inmaculada y veía una oportunidad conseguía hasta computadoras para ese lugar en el que dejó parte de su vida y de su enorme corazón!

Poco después de la selva, Cesitar fue enviado a España; allí completó estudios y desde entonces a la tortilla de papas la llamaba de “patatas”; y a los langostinos, “gambas”. Tejió también buenas amistades en España porque dejó parte de su humor y de bonhomía. Y a propósito de patatas y de gambas, sí,pues, Cesitar tenía buen diente. Pero no era un comilón solitario. Comía con la gente con la que tenía cosas que compartir de la vida y de los sentimientos. Aunque siempre de talante austero, podía igual comerse un anticucho en carretilla o una parrilla en El Hornero; se dejaba querer. Era, pues, un gran conversador. Y esta forma de ser lo ponía entre la gente, en contacto con ellas: con sus compañeros jesuitas, con su familia, con su única hermana a quien consideraba como su mamá, con sus hermanos, con sus sobrinos, con bomberos y bomberas, con las personas que colaboran con nosotros en limpieza, seguridad o la cocina. Allí estaba Cesitar perdiendo el tiempo, pero claro que no, no perdía nada: mostraba su cariño y se hacía querer. A la madre superiora del Buen Pastor la llamó un día para decirle que era de la Telefónica y que necesitaban hacer pruebas en su teléfono: “sople, por favor”. La ingenuidad de la Superiora siguió la operación por un buen tiempo sin entender de qué se trataba, hasta que Cesitar le decía: “sople más fuerte para inflar mi globo, por favor”. Era un bandido y un travieso. Estoy seguro de que una de las vocaciones de Cesar, después de sus dos Compañías, era hacernos reír porque algo de eso tiene el evangelio de los más pobres y desvalidos; algo de esa sonrisa fácil y sin violencia.

Imagino que Cesitar tendría sus defectos, claro que sí, pero cuando tomaba conciencia de ellos se proponía cambiar. Cuando vivíamos en el noviciado, por ejemplo, podía resentirse. El tiempo y la formación lo hicieron madurar. Ya no se resentía como ayer; había echado raíces y había profundizado. Él lo vivía como gracia de Dios; porque, cierto, la vida espiritual constante y perseverante, como en su caso, da frutos. Mantuvo su sensibilidad, pero se liberó del resentimiento. Un día hace poco le dije riéndome que era un conservador. Y dos o tres veces, me consultó: “me he quedado preocupado; ¿por qué dices que soy
conservador?”. Era broma, le dije, y se quedaba pensando como si quisiera descubrir si era algo que debía mejorar.


En la comunidad Ignacio de Loyola en la que ha estado en todo este último año, nos ha apenado mucho su partida. Echaremos de menos sus ocurrencias en la mesa, sus salidas ingeniosas, ya no me dirá: “eres pejerrey, pero te crees bonito” o “tú crees que el sol sale para mirarte”. Esta mañana del 15 de diciembre una hora después de anunciarse su deceso y cuando todavía nos encontrábamos en chock pasó por la Avenida del Río el carro de la 14 para cargarse de combustible y una vez más hizo sonar su sirena delante de nuestra puerta. Saludaban a Cesitar como lo hacían cada vez que pasaban como quien le reconoce y le hace
una seña; como quien se cuadra y como quien le dice adiós. También nosotros le decimos adiós, lo encomendamos a Aquel por quien siempre vivió, a Aquel que siempre quiso ver cara a cara, a Aquel hacia el que ya sospechaba que iniciaba su camino inexorable cuando en su habitación pidió la bendición. Cesitar sabía que ya había cumplido y nosotros sabemos que lo había hecho. Muy buen trabajo Cesitar, descansa en paz; que el Señor te bendiga y te guarde que vuelva su rostro sobre ti y te de su paz.

Rafael Fernández Hart

Lima, 16 de dic. 2020.